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El insatisfecho Archimago de la Sociedad del Áspid, Ibrahim El Oscuro cerró sus párpados mientras se hundía en el abismo de oscuridad de su ser y en las penumbras de las catacumbas que eligió para evocar el alma de Akadosh con el fin de someterlo a la vieja usanza.

En la superficie, las dunas se agitaban por la tormenta de arena como si fueran serpientes gigantes provocando en el techo abovedado de piedra sólida de la cámara central un sonido monótono y seseante.

Su cuerpo se estremeció ante la vibración que provocaba esa oscuridad del exterior, que tuvo que evocar para acceder al único de su especie en la faz de la tierra. El soberbio Ibrahim se creyó apto para obligar a la presencia del alma de Akadosh, pues desde muy joven mostró gran afinidad con la oscuridad reptante que se oculta tras las ciudades megalíticas subterráneas y enterradas en la arena, cuyos terribles habitantes le concedieron el raro privilegio de ser instruido en sus ritos y formas de control tanto para cazar como para dominar a cualquier ser que habitará la superficie.

Su deseo lo llevó a encontrarse cara a cara con el Señor Akadosh, quien le dirigió una fría e inexpresiva mirada para luego desaparecer de su visión onírica. Sus terribles maestros le habían hablado de sus dioses del exterior y el gran dragón era su viva expresión. Los oscuros también le dijeron que un hijo de los hombres tocaría su corazón y que éste sería tratado como un igual por el dios de los señores serpiente.

Después de horas de su agotador ritual a punto de desfallecer, en un espacio mental al que nunca antes había accedido, escuchó una voz que estremeció la pequeña fracción del alma humana que le quedaba…

–¡¿Qué es lo que pretendes, encantador de serpientes?! Has sido como una molesta pulga en el lomo de un perro…

Mientras Ibrahim trataba de que esa voz no destruyera lo que quedaba de su cordura, distinguió un destello en la oscuridad, una de las gigantescas garras filosas como puntas de laza le atravesó su corazón diminuto. Sintió un dolor agónico indescriptible.

La voz continuó diciendo: –¡Si tu deseo es cabalgarme, tendrás que llegar y atravesar las aguas de arriba…!

Cuando Ibrahim al fin pudo abrir los resecos ojos con la boca aún sellada por el terror que había experimentado, se encontró sobre la arena de la superficie enterrado y con el fino polvo clavado en la carne como parte de los abalorios rituales propios de su título como Archimago. Intentó moverse. Su cuerpo no respondió, no pudo ni siquiera flexionar su cuello en dirección alguna, sólo se percató de que sus huesos estaban en pedazos…

–¡Te permitiré vivir, para que aprendas de tu gran soberbia, de forma que no seas un peligro para ti mismo! No puedes hundirte en los abismos sin remontar el infinito de la misma forma, mi pequeño encantador de serpientes… Y tú no eres el hijo de los hombres que tocará mi corazón… ¡Tú me perteneces, y sólo tengo que girar mi garra para extinguir el último de tus alientos!

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